Ahora. Aquí. Escucho. Extraños aleteos invisibles.
Palpitaciones que son sólo en mis tímpanos. Y en ese millar de hebras tensas
que acarician entrañas que ya no son entrañas. Vibra un tumulto infinito. Las
vetas del arce se desperezan y bostezan, o rugen, o ríen. Expira la voz y rompe en las bóvedas, o en
los techos, o se disuelve en la multitud del
aire. ¿Cuántos seres duermen en
tus líneas, violín vetado, para que pronuncies todas sus voces?
Te busco y te pierdo. Tal vez busco nada. ¿Dónde empiezas, instante
infinito? No surges del vientre, ni anidas en las cavidades. Pero lloras mis
lágrimas. Hieres el aire. Inflamas. Oculta en el silencio de las cúpulas, o en
la reverencia de la piel que acaricias. ¿Qué manos tuyas me tocan, aliento
manco? ¿Qué ensueño juegas, huyendo como una niña que se esconde y que sonríe?
Como una niña jugando.
El
violín te ve estrellada en la piedra y la piedra aferrada al violín. El
rasgueado inerme del plectro. El hálito que tiembla entre los juncos mútilos. El
leve aplauso de los crótalos gemelos. Todo te invoca y nada te posee, espectro
ubicuo. En la llaga del alma penetras. En la carne descubierta.
No eres
mas que un nombre y lo invisible.
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