A entregas...

By Unknown - de març 11, 2015

A pesar de que nos habíamos conocido hacía poco, no tuve reparo en pedirle a mi amigo Agustín Ramos, entusiasta por naturaleza, que me avisase si le llegaba alguna novedad interesante sobre música. Pero el ánimo con que nos despedimos ese día terminó cediendo luego de un mes y medio de no tener noticia suya. Hasta el viernes pasado continué embriagándome de cotidianidad mientras mi avidez por expediciones librarias se postergaba en la apacible voracidad del buró. Aquella quejumbrosa tarde recibí una misiva de Ramos diciéndome que acababa de comprar la desdichada colección que un viejo coleccionista catalán, perdidas la esperanza y la vida en un acceso de tuberculosis, había dejado en heredad al único hijo que lo había acompañado en su exilio americano. El muchacho vio encantado en ese bulto de papeles viejos una ocasión para embaucar a algún incauto y obtener a cambio bebida y juerga. Para fortuna mía, el difunto era músico y el incauto mi amigo.

El domingo siguiente adelanté el ritual del jugo de naranja y me despedí de Irene con un beso desabrido y un parco "no me esperes para comer". Sabía que no le gustaba que hiciera esas cosas; pero a pesar de su obligada molestia, el gusto de saberlo y la curiosidad que me imbuía el hallazgo próximo me endulzaron el sabor de boca al salir de casa.

Confesaré que las palabras con que Ramos se refirió a la sección de música en su misiva me provocaron una curiosidad insomne. Si bien fueron pocos los autores que supo citar –Ramos era, aunque pretendiese aparentar lo contrario, manifiestamente lego en cuestiones musicales– se arriesgó a asegurar que “poco de lo que hay aquí es música original. Todo parece una colección de transcripciones para estudio propio". Había aludido empero a una colección “…ingente y estupenda de escritos personales. Demuestran la procedencia erudita de mossèn Caffont i Roquer.” Celebró especialmente el descubrimiento de una colección de correspondencia que demostraba un poliglotismo suelto y seguro.

Agustín teñía siempre –ignoro si por voluntad o por descuido- su escritura de un carácter sabiondo y a veces intencionadamente pedante. Era, por lo poco que sabía entonces de él, un ávido lector de artículos periodísticos decimonónicos, y en cierta manera se regodeaba en evocar su estilo ampuloso y su fingida sensibilidad. Tal vez lo hacía movido por esa manía camaleonística tan típica de los lectores. Sin embargo lo envolvía una extraña mezcla de pretensión y hondo conocimiento que mantenía mis prematuras hipótesis a raya.

Una vez en la calle, me dirigí expectante a La niña oscura. El sol tibio de domingo iluminaba la avenida Mazatlán a través del verdor de los árboles; el camellón se había convertido en un polícromo de aire gótico con una suerte de calidez hogareña. Me arropó la soledad tranquila de la Condesa hasta llegar al tramo más sombreado en el que se hallaba la librería de Agustín. Había frente a la entrada una furgoneta polvorienta y dos muchachos estibando cargas. Escuché la voz agitada de Ramos proferir órdenes desde el otro lado de la puerta.

-¡Hola Ramos!

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